Muchos creemos que somos dueños de nuestros estilos de conducta, nuestra particular moralidad, nuestra opción estética o incluso del libre pensamiento, pero la verdad es que la globalización ha terminado por sumirnos en el gregarismo más absoluto. Complejo sí, pero organizado, dependiente de una idea compartida o de un fin común que en la mayoría de los casos es mercantilista, torticero y bastardo de moral. El outsider ha desaparecido hace tiempo, es un individuo limítrofe y muchas veces ostrácico, pero como Kusanagi en Ghost in the Shell, tiene una copia idéntica en algún lugar, en algún escaparate seguramente.
Esta perdida completa de la individualidad me fascina, pues cada vez más nos vamos dando cuenta de las pocas diferencias que subyacen entre nosotros mismos y como grupo entre nosotros y los insectos eusociales. Otro ciberpunk japones, Shirow, adelantaba en una de sus últimas obras de los años noventa la sucesión en el dominio del planeta por las abejas; nosotros somos esas abejas.
Dentro de este bien organizado mal que amenaza a nuestra raza, la única posible opción de supervivencia a la muerte del individualismo se plasma en la figura de la creación. Y la obra de Claudia Rogge, su pasión por los patrones humanos, el estudio de la masa y la fascinación que la repetición del cuerpo humano ejerce sobre ella, es perfecta representación de todo esto. Del poder revelador que tiene la creación y de la falta de personalidad de nuestra enferma sociedad.








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