viernes, 15 de agosto de 2008

Alf layla wa-layla

En verano y durante el tiempo de asueto suelo regresar a viejas lecturas. Lo hago para solazarme en el recuerdo -soy un sentimental- y para descubrir aspectos que quedaron ocultos en su día, nuevas sensaciones, refugio y, en ocasiones, para intentar desmitificar una lectura que pudo haberme fascinado. Como una catarsis para olvidar. Hay libros con lo que esto último es imposible, Las Mil y Una Noches es uno de ellos.

Suelo acompañar estas visitas recurrentes con la música que escuché cuando las abordé por primera vez. A William Gibson lo acompañé con Orbital; a Chandler con George Thorogood e invariablemente Miles Davis, pues estaban grabados en la misma cinta, uno en cada cara; a Faulkner con Howard Shore; a Irvine Welsh le toca Joy Division; Phillip Glass, Camus y Sartre van de la mano; Akira y la banda sonora de su película son mellizas, etc, etc...

Cuando leí Las Mil y Una Noches no conocía a Dead Can Dance pero el año pasado volví a uno de sus cuentos acompañado del Toward the Within, las sensaciones que me embargaron entonces fueron tan bellas como intensas. Transportado por letra y melodía, hubo momentos en los creí percibir el aroma de la noche cairota, la llamada del almuecín de Baghdad o el sabor de un arabigo café al amparo de las palmeras de un oasis, parada obligatoria en el embriagador viaje que me llevó al interior de una de las piezas más bellas de la literatura universal.



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